De la autoestima se habla hasta la saciedad como una necesidad básica de cualquier ser humano. Se supone que tener confianza en uno mismo es lo fundamental para progresar y tener éxito, y muchos de los problemas que pueden aquejar a cualquiera serán achacados a la falta de autoestima. La hipótesis que voy a proponer es que la autoestima, el tenerse aprecio a uno mismo, si bien es algo que tiene su importancia, es un concepto aquejado de cierta banalidad que hace de pantalla para entender cuales son los verdaderas dificultades que impiden a las personas sentirse bien y alcanzar sus metas.
Si la soberbia era el pecado de creer que se puede vivir sin Dios, podríamos plantear que la promoción de la autoestima tiene que ver con creer que uno puede prescindir del inconsciente a la hora de enfrentarse al malestar. Si en la edad media el hombre corriente pensaba estar sujeto a los designios de un destino que le sobrepasaba, en nuestra época se vende el discurso contrario, si quieres lo puedes todo y todo depende de ti mismo. El hombre de nuestra época cree que es él quien maneja los hilos cuando no hace sino correr tras de sus pulsiones inconscientes, que cada vez le son más desconocidas, ocultas tras este mantra de la autoestima.
¿Qué es amarse a si mismo exactamente?
Voy a tratar de desarrollar esto, que básicamente tiene relación con la distinción que establecemos en psicoanálisis entre el yo y el sujeto. El momento actual se caracteriza por la exaltación del yo, que tiene mucho que ver con la imagen de uno mismo. La propuesta del psicoanálisis va a ser más bien escuchar al sujeto para orientarse mejor.
Antes de ir a la diferencia entre el sujeto y el yo, un breve apunte sociológico: Este enaltecimiento de la estima de uno mismo que escuchamos tan a menudo no es ajeno a la figura del emprendedor de si mismo tan de moda en nuestra época. El sociólogo Zygmunt Bauman acuñó el término modernidad líquida, como una época en que los mecanismos de poder ya no se sitúan sólo en las instancias políticas y económicas sino que se fragmentan y se instalan en el interior de cada individuo, que pasa a ser el que decide que hace con su vida, aunque en realidad lo que hace es vigilarse voluntariamente para cumplir las demandas del discurso, a la vez que se cree autónomo e independiente. Como nos explica Zygmunt Baumann en su libro Vidas de consumo, el propósito del consumo no es satisfacer necesidades o apetitos, sino convertir al propio consumidor en producto, elevar el estatus de los consumidores al de bienes de cambio vendibles . Cuando las relaciones humanas están atravesadas por esta idea de consumo, se consume al otro y yo resulto también un objeto para el consumo. Todos nosotros somos tomados como mercancía y podemos por tanto ser desechados por nuestros semejantes, hasta el punto de necesitar tenernos siempre alerta para que nuestro valor de mercado sea alto.
Lo cito: “La identidad es una condena a realizar trabajos forzados de por vida. (…). Recordemos que a los consumidores los mueve la necesidad de convertirse ellos mismos en productos – reconstruirse a sí mismos para ser productos atractivos – y se ven obligados a desplegar para la tarea las mismas estratagemas y recursos utilizados por el marketing. Forzados a encontrar un nicho en el mercado para los valores que poseen o esperan desarrollar, deben seguir con atención las oscilaciones de la oferta y la demanda y no perderle pisada a las tendencias de los mercados, una tarea nada envidiable y por lo general agotadora, dada su bien conocida volatilidad”.
Todo esto funciona porque conecta bien con algo de la estructura del sujeto, que tiende a desconocer aquello que lo molesta de si mismo y a amar aquello que le ofrece unidad y sentido .